«No está bien decir que un libro es "bueno"o
"malo". […] ¿Quién es quién para juzgar?» Decía mi amiga
Carmen Grau en su blog Me llamo Pendiente, Inde
Pendiente y sobre el mismo tema nuestra común amiga Carmen Martínez Gimeno escribió otro artículo brillante, Bueno o malo: es lícito juzgar de este modo un libro (completo, aquí).
Yo, a veces, tiendo de forma innata a la anarquía. He indagado en esa predisposición
mía y he llegado a la conclusión de que lo hago por una sola razón: me molesta
que me manden personas incompetentes. Siempre fue así, hace años me
echaron de un trabajo porque a mi jefa le ponía nerviosa mi productividad, yo
trabajaba el triple de rápido que su amiga, una persona sin formación para el
puesto. ¿Era yo el problema o lo era la ineptitud de ambas? Antes había tenido
que colaborar con un jefe de imprenta más bien corto, además de tirano y
misógino, que tenía atemorizadas a todas las mujeres de la revista en la que yo
ejercía de directora (codirectora, aunque el director no aparecía ni para
firmar). De allí me fui yo: no soportaba la estupidez del jefe de imprenta, del
codirector fantasma y, a veces, de las secretarias que
no plantaban cara a la situación. También tuve jefes muy inteligentes. A esos, sí los respetaba. En otro orden de categorías,
respeto muchísimo a casi todos mis profesores de la Universidad. También me
inspiran admiración aquellas personas con un brillo especial en sus ojos: el de
la brillantez. A veces lo aprecio en una anciana que le habla a su nieto en la cola de la pescadería;
otras es en los de alguna madre del cole que propone alguna idea nueva; también en los de desconocidos a los que
oigo hablar en algún momento de mi curiosa, por investigadora, existencia. La inmensa
capacidad que a menudo percibo en otros en las diferentes facetas de la vida
humana me fascina. Por lo anterior, me parece de sentido común que el negar
la existencia de inteligencias y capacidades diferentes es negar la esencia de
lo humano.
Y creo
que aquí está la clave de mi argumento --yo sí creo que se puede, y se debe, juzgar una
obra literaria, o cualquier otra obra de arte, según unos determinados
criterios--: es la autoridad la que confiere a alguien el derecho a afirmar si
una obra literaria es buena o mala. Y la inteligencia o la capacidad de cada cual no es más que una de las condiciones en que se sustenta esa autoridad, pero hay muchas otras. Además, el objeto de la crítica también está sujeto a valoración porque existen ciertos parámetros que permiten medir la calidad de una novela o de
una obra de teatro. Si no existieran, las disciplinas que componen la Literatura (Teoría
literaria, Literatura comparada, Literatura e Historia de la literatura) constituirían tan
solo una sarta de estupideces al igual que las demás que estudian
otras artes (pintura, escultura, fotografía, cine, etc.). Y las millones de horas y
de recursos económicos invertidos en esos estudios solo serían una pérdida de
tiempo y dinero gigantesca y reiterada, con siglos ya de tradición. Y
nadie, ni los escritores más proclives a menospreciar las críticas, parecen
rechazar que se puede estudiar Literatura, aunque luego ellos no lo hagan.
Sin
embargo, la autoridad del crítico puede basarse en pilares muy variados. Cada
crítica de una obra literaria está realizada por alguien, y según la naturaleza
de lo criticado, la autoridad del crítico debe fundamentarse en uno o en otro pilar. ¿Significa
esto que solo sea legítima la crítica del experto? ¿Que solo él tenga autoridad
para ejercerla? De ningún modo, porque el lector siempre posee la autoridad
mínima necesaria para criticar: haber leído el libro. Pero una opinión,
merecedora en todo caso de mi respeto, no será tomada por mí de la misma forma
si proviene de un profesor universitario de Teoría Literaria que si la emite mi
abuela. Su derecho a criticar es el mismo: todo; pero su autoridad, parece
obvio, es muy diferente. Si mi abuela me dice: "hija, no me
gustó, aunque escribes muy bonito", esa crítica tiene un valor distinto
al de la opinión de un colaborador de Babelia o del Qué leer, aunque también dentro
de las autoridades que podrían fundamentarse en pilares similares existen categorizaciones. La autoridad jamás es la misma y sus cimientos se basan en factores muy complejos,
que no siempre tienen que ver con la formación cultural o la capacidad del crítico: un juez puede
ver deslegitimada su autoridad para juzgar por demostrar intereses
extraliterarios (amiguismo, partidismo, envidia, lujuria, odio, codicia). Y si
no que se lo digan a los escritores que valoran siempre por las nubes las
novelas de sus amigos.
Por
otra parte, parece también elemental que en el juicio del arte siempre coinciden
al menos dos visiones: la del juez y la del procesado. Al igual que el juez
debe detentar suficiente autoridad para establecer el juicio o la validez del
mismo se limitará a su propia subjetividad (aunque esa subjetividad pueda ser suficiente
para valorar la obra en cierto nivel) para apreciar al crítico, el criticado
también precisa de esa autoridad a la que me refería antes. Si no te suena ni
de oídas lo que es la anagnórisis o el monólogo interior, podrías confundir la
autoridad subjetiva de cualquier lector con la autoridad establecida del
crítico especializado y, por tanto, considerar sus opiniones del mismo modo. O,
lo que es peor para ti y para tu obra, considerarás que ninguno de ellos tiene
autoridad suficiente para criticarte. Que eres libre para escribir como te dé la gana y son los demás los que se equivocan al intentar juzgar la belleza. Por lo que he observado entre unos y
otros, esto último suele suceder entre los autores si el crítico aprecia que lo
que escriben es pésimo: entonces el criticado a menudo no es capaz de ver la autoridad
del crítico ni con lentes de aumento.
Por otro lado, nos encontramos con determinados prejuicios que algunos jueces demuestran hacia las obras literarias. Para mí, esos prejuicios sí invalidan la crítica. Por ejemplo, en los últimos tiempos, la literatura literaria se enfrenta a la literatura de entretenimiento. La crítica especializada denosta una obra literaria tan solo porque emociona. Es un tema recurrente este en mí, la investigación de las razones que subyacen en ese prejuicio generalizado. No sé en qué momento al arte menos abstracto; al realista; en lo literario, al que no finge ser ficción, se se le atribuyó el san benito de no poder ser obra de arte. Pero sigo investigando y es investigación me lleva siempre a una conclusión similar: la Literatura es una faceta más de la creación humana, es un
producto de su mente y de sus instintos, apela a su intelecto, a su razón, pero
también a su emoción, a sus vísceras, sus sentimientos y sus experiencias más
íntimas. Como en otras muchas teorías que fracasan al dejar fuera de la
ecuación esa subjetivividad, como la teoría social que ha terminado
dialogando entre las posturas roussonianas que se basan precisamente en la subjetividad del
hombre y las montesquianas basadas en lo que lo somete, la Literatura no puede
dejar de lado la emoción. Es el diálogo eterno entre lo platónico y lo
aristotélico, entre el valor del filósofo como único merecedor de respeto o la
función del poeta como mero entretenedor. La Literatura, al menos la mía, también debe apelar al sentimiento: contener eso que tiene la
última escena de la Ilíada, cuando Príamo se arrodilla ante Aquiles, que acaba
de matar a su hijo, y le pide que le deje llevarse su cadáver; los dos hombres se miran, el joven se apiada
del viejo, le recuerda a su padre; el viejo reconoce en el joven la belleza y
la inteligencia de su hijo muerto. La Ilíada podía haber terminado en la batalla, como
decía mi profesora de Antigüedad y legado clásico que me volvió a corroborar, al recalcar maravillada la magia literaria de
esta escena, mi intención al escribir. Pero la Ilíada no termina con el enfrentamiento: no es solo razón, no es solo la expresión de la ira.
Y si este clásico es en algo superior a la Odisea es en que apela a lo que hace
al hombre verdaderamente humano, con esa última escena de empatía entre el viejo hundido y el joven al que se le aplaca la ira, mientras que la Odisea se basa más
en estructuras narrativas que parecen destinadas a cumplir funciones
dentro de la obra literaria: un cuento, una peripecia, la narración de un
viaje. Es la estructura, la razón, frente a la peripecia, la emoción. Enfrentamos,
pues, técnica frente a emoción. ¿Cuál es mejor? La respuesta en la valoración depende
del juez, del crítico, y de su cosmovisión. Y por ahí sí que no paso: nadie me dirá si la una
es mejor que el otro por mucha autoridad que tenga, porque aquí, sí, en este territorio manda
el escritor: es la libertad de decidir sobre qué y cómo desea escribir, y sobre lo que pretende transmitir.
Todas las facetas del arte y del
conocimiento, excepto las estrictamente empíricas como las Matemáticas, la Astronomía
o la Física, experimentan de un modo u otro este diálogo entre emoción y razón,
porque siglos de experimentación han demostrado que cuando no se tiene en
cuenta la subjetividad del ser humano, estalla sin remedio. La razón permite
establecer toda una serie de reglas por las que se rigen y los críticos
literarios con autoridad en esta materia son los que las estudian y las
conocen, pero siempre habrá obras de arte que escapen a ese racionalismo,
porque la emoción no puede someterse a ninguna regla, y por eso el juicio
"es bueno o es malo porque a mí me gusta" es tan válido como "es
la mejor novela que he leído porque soy capaz de argumentar toda una serie de
razones con que las disciplinas literarias me arman". Y también por esto es
imprescindible que el juzgado, el escritor o el artista, disponga de las
herramientas (conocimientos) suficientes como para discernir dos cuestiones esenciales:
el tipo de obra literaria que ha escrito y el tipo de crítico que la valora. Un
catedrático de universidad no criticará a Gerónimo Stilton, así como será difícil
que una niña de doce años afirme que «La Ilíada» es un gran poema. Pero ambos, salvo si se dejan llevar por los demonios de los prejuicios, tienen toda la autoridad para decir lo que les plazca.